Volví a olvidarme los auriculares en el ómnibus. Y probablemente esta es una de las mejores cosas que puedo hacer: retomar una de mis columnas que empecé de los últimos cinco meses y que nunca terminé de escribir.
Esta vez no voy a hablar de las cosas lindas que viví en Europa. No. Mi capítulo va para una de las experiencias más traumáticas del año: el atentado de Las Ramblas de Barcelona.
Cada vez que pienso en él, me parece una anécdota de otra persona, de otra vida. Pero lo voy a narrar de la manera más personal posible para que entiendan cómo terminó convirtiéndose en una de más experiencias más feas de mi vida.
Antes que nada, les voy a comentar una charla que tuve con Matthieu un francés que conocí en Barcelona, sobre la seguridad. En America Latina, el terrorismo es cuestión de todos los días, porque las muertes por drogas, por robos o por dos pesos, son cuestiones cotidianas. Salís a Europa y el miedo es más masivo, atropellos, que te acuchillen en la calle o que te pongan una bomba, porque sí. Ambos son espantosos. El problema es que por estas latitudes nos hemos acostumbrado al terror.
Vuelvo a Barcelona. Era una tarde de verano de esas que el calor te aplastaba, me había despertado temprano, antes que el calor no me dejara respirar, como todos los días desde hacía dos meses y medio. Había dedicado unas horas a trabajar y había meditado si salir hasta el Carrefour de las Ramblas a hacer las compras, comer algo en el restaurant vietnamita de la esquina de casa o no comer nada. Al final ganó la fiaca, habrían 36 grados a la sombra y eran las 15 ya. Había vuelto de pasar unos días en Ibiza y estaba en depresión post paraíso, así que la compra semanal iba a esperar unos días.
Me tiré en la cama, puse Vampire Diaries, la serie que miraba como loca en ese momento, entre capítulo y capítulo de Game of Thrones, y me quedé dormida.
Eran las 17 cuando empecé a sentir que mi teléfono, tirado en el suelo, vibraba incesantemente. En el living, escuchaba las voces de Marti y Vale, mis roomies uruguayas, que hablaban de las sirenas que se escuchaban y de los helicópteros que pasaban por arriba de nuestra casa.
Miré el teléfono, 25 mensajes, 4 llamados perdidos. El teléfono sonaba otra vez. Era Martu, otra amiga uruguaya, atendí. Todavía no entendía que pasaba. Cuando del otro lado me dijo “¿estás en tu casa? ¿Estás bien? Hubo un atentado ahí en la esquina”. Había sido hacía minutos, a escasos 300, 400 metros de mi casa, en ese lugar al que yo decía que le había hecho un surco de tanto caminar. Entre Plaza Cataluña y Liceu. Ahí donde hacía las compras del súper, iba a starbucks por mi café o caía en la tentación de comprarme alguna cosa en las tiendas.
Se me pasaron millones de cosas por la cabeza, más allá del shock, pero lo más importante era avisar que estaba bien.
Quienes me habían visitado sabían que esa era la zona donde me movía y tuve miedo que se enteraran por otro lado.
Llamé a mi madre, no me importaba que interrumpiera su trabajo, tenía que avisarle antes. Mis abuelos no me atendieron pero quedaron avisados. Mis hermanos en el grupo de la familia, amigas en grupos, etc.
Lo que vino después fue como un torbellino de cosas. Quedamos dentro del operativo jaula, encerradas, la policía pedía a través de la televisión que no saliéramos. La información iba y venía, se sumaron los ataques en Cambrils, empezaron a aparecer los videos de las víctimas y las cifras.
Derrepente me convertí en corresponsal en Barcelona y fui reportando sobre el atentado hasta la madrugada. Todo eso hice que me separara un poco emocionalmente de lo que había pasado, pero esa noche me costó dormir.
A la mañana siguiente me levante y recorrí el lugar del atentado. Un lugar tan familiar durante 11 meses para mí que en ese momento me dieron ganas de gritar y patalear. Fui y vine muchas veces por el lugar, vi como los memoriales y homenajes a las víctimas fueron creciendo. Vi como el amor le ganó al odio y como el mensaje es que la actitud de unos pocos no debe enemistar al mundo. Fue duro, fue difícil y sentí miedo. Nunca me había sentido con miedo en Barcelona, estaba acostumbrada a salir sola y volver a cualquier hora y que no pasara nada, pero en ese momento me sentí vulnerable. Justo lo que el atentado se proponía. Pensé en las victimas, casi todos turistas que paseaban por esa calle peatonal que quienes vivimos ahí evitamos porque la gente va paseando y si tenés que llegar a cualquier lado probablemente haga que llegues tarde.
Después vino él después. Después del acto, después de la marcha, después del llanto… los homenajes poblaron la rambla unos días más. Pero el miedo siguió.
Pasé varios días en shock, tomar el metro se convirtió en una tortura… había estado esperado por las Fiestas de Gracia y no me animaba a ir por no tomar el subterráneo, al final una tarde fui, sola, sin mucho ánimo para no perderme una de esas últimas experiencias catalanas, pero seguía aterrorizada y no lo disfruté. Preferí quedarme en casa, muchos de esos últimos días de mi estadía en Barcelona, sintiéndome vulnerable, insegura y asqueada de lo que el odio puede llegar hacer.
El día del atentado de Barcelona se perdieron 13 vidas, cientos quedaron heridos y para qué, sigo sin poder comprenderlo aún